miércoles, 21 de septiembre de 2016

Tardes de agosto (o los trabajos de Sísifo)

Tarde de agosto. La casa, sofocada de calor, está en silencio. Estoy recostada con un libro en la mano. El resto de la familia, disperso entre en el sofá, alguna butaca y los que prefieren echarse la siesta en su cama. En la calle ni un alma. El aire pesa. Los muros y las piedras despiden fuego. Ni una mosca, nada. Las persianas cerradas, la luz tamizada. Mis ojos también quieren reposar. Vuelvo a leer por tercera vez el mismo párrafo.

De pronto, una sacudida, un temblor en las paredes, parece querer sacudir los cimientos. Ni me inmuto. Moverme, con estas temperaturas, significa un esfuerzo sobrehumano. Sigo entregada a mi quietud. Los golpes persisten. Ahora parece que tienen un ritmo, son constantes. En la otra alcoba, alguien se remueve en su cama. Me decido y me levanto.

Abro las persianas y, desde la altura de mi primer piso, miro a la calle. Un niño de unos cinco años, delgado, tiznado por el sol, camiseta roja desmayada y pantalones cortos azules. Las piernas llenas de moratones, zapatillas de deporte. Lo conozco. Vive en la misma calle, unos portales más abajo. Con su balón de fútbol, entrena concentrado, utilizando nuestra fachada como oponente. Lanza el balón, la pared se lo devuelve, lo recoge con el pie derecho. Vuelve a lanzar, ahora lo atrapa con el pie izquierdo.

Lo llamo. "Para un momento", le digo. Me busca con la mirada, se aparta el flequillo. La pelota debajo de su bota. Sonríe.

"Oye, ¿por qué no juegas delante de tu casa"

"Noooooooo -contesta escandalizado- No me dejan. Mi abuela está echando la siesta."

Vuelve a disparar el balón con ímpetu renovado. La pared, sumisa, aguanta todas las embestidas. Cierro la persiana. De puntillas, sin hacer ruido, vuelvo a mi habitación. Tengo un párrafo que volver a leer una y otra vez.


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