En su rostro siempre viste una sonrisa. Una línea amplia, de oreja a oreja, permanente, inmutable. Llega y ya sonríe. Entra en el aula con ella, juega, escucha las indicaciones, aprende, se distrae, mira por la ventana, vuelve a la clase, participa otra vez... y no olvida su sonrisa en ningún rincón. Una niña siempre sonriente, de nueve años.
Divido a los alumnos en grupos. Cada equipo tiene asignada una tarea y un personaje. Les dejo un tiempo para que hablen, discutan, encuentren, exploren, se pierdan... Suenan unas voces más altas que otras. Otra niña se encara con la que lleva la sonrisa a cuestas. la embiste con palabras cortantes, el ceño fruncido, el cuerpo tenso. La otra no dice nada y sonríe. Me acerco. Pregunto qué ocurre. El grupo habla. Todos intervienen, se pisan unos a otros, quieren explicar lo sucedido. la siempre sonriente calla, con la mirada fija en mí, mostrando su media luna pintada en medio de la cara. Me pongo a su lado y, muy bajito, mientras los otros siguen debatiendo, le pregunto:
-¿Te gustó la forma de hablarte de tu compañera?
- No
-¿Estás enfadada?
- Sí
- Entonces... ¿por qué sigues sonriendo?
Me mira y su sonrisa ladeada no sabe qué contestar. Acaba la clase. Me acerco a su padre. Siempre la viene a buscar él, un hombre abatido, con semblante triste. Le explico brevemente lo sucedido. Le comento que su hija siempre sonríe, pase lo que pase.
- Sí -contesta aliviado- es cierto. No sé lo que haría sin ella. Desde que me divorcié de mi mujer, estoy de baja por depresión. Menos mal que mi hija se encarga de animarme.
El padre y la hija se alejan cogidos de la mano. Él, hombros caídos, mirada ausente. Ella, sonrisa galopante, mirada presa.
Mientras la puerta se cierra, recuerdo a una madre y a su hijo pequeño en el vagón del metro. La madre le dice, mientras le ayuda a ponerse la mochila: "Yo sólo soy feliz si tú lo eres". El niño la mira y no dice nada. Se abre la puerta y la multitud del andén los engulle.
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