Llegaban las vacaciones y
desembarcábamos en la casa de mis abuelos, allá, en el pueblo. Mientras los
mayores se saludaban, se contaban las novedades y deshacían maletas, yo
rebuscaba en el fondo de cajones, subía al desván y revolvía cajas, abría
armarios para explorar sus recovecos… y allí los encontraba: libros. Libros
olvidados, escondidos, aparcados…. que yo devoraba como si fueran tesoros.
Más tarde, en el instituto,
descubrí la librería de viejo en la Calle de los Olmos. Mis dedos se deslizaban
por las incontables hileras de lomos, guiándome ciegos en mi búsqueda. Por la
noche, los devoraba hasta las tantas de la madrugada.
Cuando empecé a ganar un sueldo
se abrió un universo: el acceso, con mi propio dinero, a las librerías. Podía
adquirir las últimas novedades, encargar títulos que no encontraba en los
estantes, regalar y regalarme con lecturas que parecían no tener fin.
Descubrí las bibliotecas públicas
tarde, muy tarde. Ahora me pregunto si, en mi infancia y juventud, no existían.
Y la respuesta, obvia, es que sí, que las había. Mis recuerdos son unas
bibliotecas tristes y frecuentadas por gente muy mayor (las de las obras
sociales de diferentes cajas de ahorro), bibliotecas puro adorno (la del
colegio), bibliotecas inexistentes (la que no había en mi pueblo en aquellos
años), bibliotecas técnicas (la de la facultad de derecho que, en aquel tiempo,
era una edificio aislado en la ciudad, sin conexión con ningún campus
universitario) bibliotecas desconocidas (es muy difícil acceder a algo que ni
tú ni nadie de tu entorno saben que existe) … No me podía ni imaginar que, en
algún lugar, una institución pública prestaba libros de forma totalmente
gratuita. Y no una vez ni dos, tantas como quisieras. Y que, además, tenían un
fondo inmenso (bien es cierto que la inmensidad la hubiera medido por
comparación a mi reducido alcance).
La primera red auténtica de
bibliotecas públicas la conocí (y disfruté) en Cataluña. Trabajé en algunas de
ellas, tanto en Barcelona como en muchos de los pueblos catalanes. Contaba
cuentos siendo Viri-Virom y también con otro grupo, la Renaixença del Poble
Sec. Las frecuentaba mucho, tanto como lectora particular como por mi trabajo.
En la comunidad de Madrid, sigo
siendo una usuaria asidua y entregada. Me gusta conocerlas y descubrirlas. Las
aprecio y las valoro.
En todos estos años, en algunas
ocasiones, me ha entristecido encontrar catálogos repetidos como fotocopias,
sin ningún criterio de adquisición; normas absurdas que parecen repeler a los y
las usuarias en lugar de favorecer su visita y utilización; espacios dejados de
la administración pública, sin fondos humanos ni económicos y, casi lo que
duele más, sin lectores.
Por fortuna, en la mayoría de las
ocasiones, he encontrado espacios fantásticos, llenos de gente que trabaja por
mejorar la sociedad en la que viven. Bibliotecas llenas de proyectos, ilusión,
esfuerzo. Estantes que ofrecen visiones variadas, diferentes y múltiples de
autores igual de diversos. Libros descatalogados junto a las últimas novedades.
Salas acogedoras, cuidadas con mimo. Personal atento que sabe contagiar el
entusiasmo por la lectura. Actividades interesantes (charlas, talleres,
sesiones de narración oral.. ) que atraen a públicos de diferentes edades.
Incluso, en alguna ocasión, encuentro administraciones públicas que son
conscientes del valor de sus bibliotecas.
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