martes, 24 de octubre de 2017

Se prestan libros: bibliotecas públicas

Llegaban las vacaciones y desembarcábamos en la casa de mis abuelos, allá, en el pueblo. Mientras los mayores se saludaban, se contaban las novedades y deshacían maletas, yo rebuscaba en el fondo de cajones, subía al desván y revolvía cajas, abría armarios para explorar sus recovecos… y allí los encontraba: libros. Libros olvidados, escondidos, aparcados…. que yo devoraba como si fueran tesoros.

Más tarde, en el instituto, descubrí la librería de viejo en la Calle de los Olmos. Mis dedos se deslizaban por las incontables hileras de lomos, guiándome ciegos en mi búsqueda. Por la noche, los devoraba hasta las tantas de la madrugada.

Cuando empecé a ganar un sueldo se abrió un universo: el acceso, con mi propio dinero, a las librerías. Podía adquirir las últimas novedades, encargar títulos que no encontraba en los estantes, regalar y regalarme con lecturas que parecían no tener fin.

Descubrí las bibliotecas públicas tarde, muy tarde. Ahora me pregunto si, en mi infancia y juventud, no existían. Y la respuesta, obvia, es que sí, que las había. Mis recuerdos son unas bibliotecas tristes y frecuentadas por gente muy mayor (las de las obras sociales de diferentes cajas de ahorro), bibliotecas puro adorno (la del colegio), bibliotecas inexistentes (la que no había en mi pueblo en aquellos años), bibliotecas técnicas (la de la facultad de derecho que, en aquel tiempo, era una edificio aislado en la ciudad, sin conexión con ningún campus universitario) bibliotecas desconocidas (es muy difícil acceder a algo que ni tú ni nadie de tu entorno saben que existe) … No me podía ni imaginar que, en algún lugar, una institución pública prestaba libros de forma totalmente gratuita. Y no una vez ni dos, tantas como quisieras. Y que, además, tenían un fondo inmenso (bien es cierto que la inmensidad la hubiera medido por comparación a mi reducido alcance).

La primera red auténtica de bibliotecas públicas la conocí (y disfruté) en Cataluña. Trabajé en algunas de ellas, tanto en Barcelona como en muchos de los pueblos catalanes. Contaba cuentos siendo Viri-Virom y también con otro grupo, la Renaixença del Poble Sec. Las frecuentaba mucho, tanto como lectora particular como por mi trabajo.

En la comunidad de Madrid, sigo siendo una usuaria asidua y entregada. Me gusta conocerlas y descubrirlas. Las aprecio y las valoro.

En todos estos años, en algunas ocasiones, me ha entristecido encontrar catálogos repetidos como fotocopias, sin ningún criterio de adquisición; normas absurdas que parecen repeler a los y las usuarias en lugar de favorecer su visita y utilización; espacios dejados de la administración pública, sin fondos humanos ni económicos y, casi lo que duele más, sin lectores.

Por fortuna, en la mayoría de las ocasiones, he encontrado espacios fantásticos, llenos de gente que trabaja por mejorar la sociedad en la que viven. Bibliotecas llenas de proyectos, ilusión, esfuerzo. Estantes que ofrecen visiones variadas, diferentes y múltiples de autores igual de diversos. Libros descatalogados junto a las últimas novedades. Salas acogedoras, cuidadas con mimo. Personal atento que sabe contagiar el entusiasmo por la lectura. Actividades interesantes (charlas, talleres, sesiones de narración oral.. ) que atraen a públicos de diferentes edades. Incluso, en alguna ocasión, encuentro administraciones públicas que son conscientes del valor de sus bibliotecas.

Y, lo que logra entusiasmar a mi corazón, cada vez encuentro a más lectores y lectoras. 




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