Tarde de agosto. La casa, sofocada de calor, está en silencio. Estoy
recostada con un libro en la mano. El resto de la familia, disperso entre en el
sofá, alguna butaca y los que prefieren echarse la siesta en su cama. En la
calle ni un alma. El aire pesa. Los muros y las piedras despiden fuego. Ni una
mosca, nada. Las persianas cerradas, la luz tamizada. Mis ojos también quieren
reposar. Vuelvo a leer por tercera vez el mismo párrafo.
De pronto, una sacudida, un temblor en las paredes, parece querer sacudir
los cimientos. Ni me inmuto. Moverme, con estas temperaturas, significa un
esfuerzo sobrehumano. Sigo entregada a mi quietud. Los golpes persisten. Ahora
parece que tienen un ritmo, son constantes. En la otra alcoba, alguien se
remueve en su cama. Me decido y me levanto.
Abro las persianas y, desde la altura de mi primer piso, miro a la calle.
Un niño de unos cinco años, delgado, tiznado por el sol, camiseta roja
desmayada y pantalones cortos azules. Las piernas llenas de moratones,
zapatillas de deporte. Lo conozco. Vive en la misma calle, unos portales más
abajo. Con su balón de fútbol, entrena concentrado, utilizando nuestra fachada
como oponente. Lanza el balón, la pared se lo devuelve, lo recoge con el pie
derecho. Vuelve a lanzar, ahora lo atrapa con el pie izquierdo.
Lo llamo. "Para un momento", le digo. Me busca con la mirada, se
aparta el flequillo. La pelota debajo de su bota. Sonríe.
"Oye, ¿por qué no juegas delante de tu casa"
"Noooooooo -contesta escandalizado- No me dejan. Mi abuela está
echando la siesta."
Vuelve a disparar el balón con ímpetu renovado. La
pared, sumisa, aguanta todas las embestidas. Cierro la persiana. De puntillas,
sin hacer ruido, vuelvo a mi habitación. Tengo un párrafo que volver a leer una
y otra vez.
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