Estoy convaleciente en la cama,
abrigada con la colcha de ganchillo que mi abuela (la mujer del pescador) nos
ha tejido. Dos camas iguales, dos colchas blancas exactas. Mi hermano no duerme
en la habitación que compartimos. Yo he estado enferma, ingresada en el
hospital, y ahora me recupero en casa.
Oigo el timbre de la entrada.
Voces. Mi abuela, la cocinera, aparece en mi cuarto y me da el cuento. “No lo
leas deprisa –me dice- te tiene que durar”. Sale, deja la puerta entornada. Va
a hablar con mi madre. Mi abuelo, su marido, está en el hospital. Se está
muriendo.
A mis pies, extiendo la colección
de cuentos. Ya son muchos títulos: “La ratita presumida”, “El flautista de
Hamelín”, “Los siete cuervos”, “El patito feo”, “La casita de chocolate”, “Barbilitón”,
“El rey Midas”, “El zorro y el gato”….
Lo leo en un santiamén. Luego,
otorgo a la figura de la portada una personalidad, unas características, una
historia, unas carencias, unos deseos… y monto mi pequeño teatro con todos
ellos. Se relacionan, hablan, discuten, se aman, mienten, se pelean,
confabulan, prometen, lloran y ríen. Así pasa la tarde.
Años después (después de
despedidas, mudanzas, encuentros, viajes, aprendizajes, ausencias) los busco.
Intento recuperarlos en balde. Alguien cercano ha decidido que es material para
el reciclaje (o para la basura) y han desaparecido. Todos, menos uno: “La mujer del pescador”.
Hoy ocupa un lugar en mi biblioteca. Un sitio preferente. De todos modos, se la ve triste. Como una superviviente que ha visto fallecer a todos sus seres queridos, a sus enemigos, a sus contrincantes, a sus amigos, a sus amores... Reticente a relacionarse con sus nuevos vecinos, pasa las horas en soledad.
* Para los que gustéis de finales felices, podéis echar un vistazo a Historias de amor y otras entregas: el reencuentro.
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